Llevamos ya un par de días con descenso en el número de fallecidos. Se ha levantado ya el veto a las actividades no esenciales, y a partir del lunes volverán al trabajo. Se van a repartir mascarillas y se nos advierte que la vuelta a la normalidad se hará muy de forma paulatina, aunque, según los más agoreros, con riesgos de repunte pues no está garantizada la inmunidad incluso entre aquellos que hayan pasado la enfermedad. Es posible que con test rápidos la situación sea más segura, pese a que los positivos vean prolongado su confinamiento. Aún los asintomáticos. Al parecer, ante la posible violación de derechos, la última palabra la tendrá el juez. A lo que no estoy dispuesta es a geolocalizarme.
De momento, yo hoy he prescindido de mascarilla improvisada -que no de guantes, que me facilita el supermercado- cuando he hecho la compra esta mañana. He vuelto a constatar hoy como otros días y como otras y otros además de mí del aumento de hombres realizando la compra. Y de hecho, sin prescindir del coche. Una bonita cola de señores esperando su turno para entrar según se iba vaciando el aforo permitido. No quiero sacar conclusiones fáciles. Pero veremos lo que dura esta fiebre por los suministros domésticos.
Llevo ya un par de tarde uniéndome a mis vecinos en sumar a los aplausos la creación de preciosas pompas de jabón. No hacía desde que mi sobrina era pequeña y me encantan. Pequeñas cosas.
El martes vuelvo a trabajar, a tele-trabajar. Nunca pensé que echaría de menos mi centro de trabajo. Pero no es lo mismo tele trabajar por libre elección, que hacerlo con mi precaria conexión y el trabajo abrumador al ser nosotros menos, y desde luego, sin tener contacto con mis compañeros y compañeras. Contacto real. No el guirigay de una conversación en el grupo de Whatsup.
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